Para odiar a las multitudes

Para odiar a las multitudes

30 junio, 2020 Desactivado Por Rosa María Quesada

 

Como ya estoy harta del confinamiento, el aislamiento y el solo saludar a la gente a través de un lente y una pantalla, decidí escribir momentos en que estar entre la gente ha sido una verdadera equivocación, a ver si así me convenzo de que tener un espacio propio tiene sus ventajas.

Les contaré tres anécdotas en donde me he sentido realmente apabullada por el gentío.

  1. Escuchen esta ocurrencia: tomar el metro  línea 2/azul, que es el de la estación Zócalo,  el 15 de septiembre, con dos niñas de 6 y 8 años aproximadamente.  Yo tenía que reunirme con unos amigos en Indios Verdes para irnos de puente a Querétaro, y se me hizo muy fácil tomar el metro que me dejaba justo ahí.  Pero nunca pensé en esa barrera que es la estación metro Zócalo, que si ya de por sí no da tregua nunca, ahora imagínense cómo es eso con gente cargando banderitas, trompetas y lista para deschongarse como pocas veces en el año.

Cuando me di cuenta de lo que había decidido, era muy tarde, ya estábamos en la estación San Antonio Abad y no había manera de dejar el vagón, todos entraban, nadie salía.  Nos tendríamos que esperar hasta la siguiente después del Zócalo, porque no íbamos a bajar en pleno centro del pachangón, ¿verdad?  “Solo Pino Suárez y Zócalo, hijitas,aguanten”. Les dije.  Pero no lo logramos. En Pino Suárez entró tanta gente que Ceci, que tenía un metro de altura, quedó apachurrada entre dos señores, ahogándose literalmente, mientras que la hebilla de uno se le enterraba en la nuca.  Creo que nunca he sufrido tanto por ella (ah, también cuando le dio  hipotermia en una tormenta de nieve, pero ésa es otra historia).  No sabía qué hacer, no había manera ya no digan de salirnos, ni siquiera de movernos un centímetro. Y yo le veía la cara.  Primero se le puso roja, y ya estaba pasando a morada cuando una señora que iba sentada la jaló del brazo con todas sus fuerzas y se la puso en sus piernas. Nunca he estado tan agradecida con alguien por salvar a mi hija (ah, sí, cuando todos los hombres de un vagón destrabaron a la misma Ceci de las puertas que la habían atrapado dejándola mitad adentro y mitad afuera).  Poco a poco Ceci volvió a recuperar su color, la gente se bajó en estampida en la estación Zócalo y nosotras tuvimos un poquito más de aire para respirar, aunque nuestras neuronas no volvieron a funcionar hasta mucho después, justo a tiempo para indicarnos que ya era la estación Hidalgo  y nos teníamos que bajar…¡Vivan los héroes de la Independencia!

 

  1. Este recuerdo es más antiguo. Todavía estaba soltera.  Aquí la vida que corría peligro no era la de mi hija, y no era una, sino dos.  Es un setting completamente distinto.  Nos ubicamos en el pintoresco y lindo pueblo (perdón, ciudad) de San Miguel Allende, en las fiestas de San Fermín, me imagino, pues es el día de la Pamplonada. Para quien no lo haya escuchado antes, es un primitivo “juego” en el que los hombres presumen su valentía corriendo delante de unos toros que han sido encerrados por horas y que de pronto, sintiéndose en libertad, corren como desquiciados llevándose de corbata a todo lo que se les ponga enfrente.  Brillante forma de entretenerse, en verdad.  Mi prima y mi tía, que son las que viven ahí  y siempre nos dan hospedaje generosamente, dijeron que no iban porque ya la habían visto muchas veces, pero que mi hermana y yo, las turistas, podríamos ir y divertirnos.  Y eso hicimos.  Nos encaminamos al centro muy temprano y encontramos un lugar ideal en las escaleras de la catedral, antes de la reja.  Esperamos, esperamos, esperamos bajo el rayo del sol por más de dos horas, hasta que de repente alguien gritó:   “ Ya vienen, ya se siente”, y en ese momento el piso empezó a temblar y a desprender un fino polvo que nos cubrió nuestros tenis e hizo que nos levantáramos de nuestro cómodo asiento de piedra a  la brevedad.  La adrenalina empezó a correr por nuestras venas, porque segundo a segundo el temblor subía de intensidad y se le  unían los gritos de la gente que ya los veía venir.  Entonces fue cuando nos dimos cuenta mi hermana y yo que habíamos escogido un lugar sin protección, la única barrera entre los toros y nosotros eran como cuatro filas de personas en frente .  “Menos mal”, nos dijimos.  En eso, que  vemos a los locos maniáticos arrastrando la lengua pero sin parar, corriendo por su vida, pasar frente a nosotras.  Las manos nos sudaban, el corazón nos latía a mil, aunque no teníamos la mejor vista. Y de repente, algo pasó, “el mar se abrió” como en la Biblia:  todo el mundo se movió, dejándonos a nosotras en primera fila. ¿Qué había pasado? Que uno de los toros había decidido detener su frenético avance y voltear a ver a la gente a su derecha (el montón en donde nos encontrábamos). Se les quedó viendo fíjamente y entonces fue cuando todos se abrieron….menos Cinthya y yo.  Ahí estábamos, ella y yo y el toro mirándonos fíjamente.  Lo que recuerdo es que nos agarramos de las manos y con la mirada nos dijimos “un gusto haberte conocido”, y nos apretamos las manos un poco más.

Tal vez pasaron dos, tres segundos, que han sido de los más largos de mi existencia, hasta que le dimos flojera al toro y dicidió seguir embistiendo hacia adelante.  No sé cómo no me volví diabética en ese mismo momento….Aaaaaaay, dijimos las dos y se nos doblaron las piernas.  Después nos dimos cuenta de que el toro no era más que un novillito bebé, y que ya iba cansado, pero eso no importa. Ese día, estoy segura que  entre las multitudes que me bloqueaban el paso, la Parca me vio a los ojos y ¡me le escapé!

  1. Hace poco fuimos a La Marquesa con una amiga inglesa a la que le encanta el deporte y la aventura. Ya cuando regresábamos, vimos un letrero en la carretera que decía: Chalma a la derecha. Yo nunca había ido a Chalma, y de repente creí mi deber que para decir que conozco mi país, tendría que haber ido por lo menos una vez a ese citadísimo lugar.  Les pregunté a mis acompañantes si tenían ganas de ir, y en su ingenuidad las dos me dijeron que sí. 

Yo no sabía que las peregrinaciones eran cosa de todos los días, o sea, aquello parecía como si fuera el día de la Virgen (sí era diciembre, creo, pero no el mero día). Pero, lo juro, yo he ido muchas veces a La Villa y nunca me he sentido tan sofocada como en el camino a la iglesia de Chalma.  No conozco San Juan de los Lagos ni la Mecca, pero he visto fotos, y creo que se podrán dar una idea muy cercana de lo que vivimos si ustedes también las han visto.

Nos estacionamos lejos, y empezamos a caminar entre miles y miles de puestos- sin exagerar-  que ofrecían todos los aditamentos religiosos necesarios para cuando uno va a pagar mandas, incluyendo rosarios de todo tipo, veladoras y  estampitas, ah, y detentes, por si ocupan en tiempos de coronavirus.  De repente, una pequeña flechita nos indicó que deberíamos de doblar a la derecha y adentrarnos en un sendero techado y atrincherado por locales como el que les digo que se alternaban con venta de dulces que rebosaban en miel: palanquetas, alegrías y trompadas.  Nunca les he hecho el feo, pero cuando te rodean a izquierda y derecha haciendo del empalagoso olor algo insoportable, ya no son tan apetecibles.  Corrijo, ya no son NADA apetecibles.

Fueron dos kilómetros de caminar bajo los techos típicos de los mercados sobre ruedas, en una sola fila marcada por cordones amarillos de mercado también, un feligrés tras otro en fila india, escuchando los llamados de los vendedores que te promocionaban palanquetas, agua bendita, indulgencias y recuerdos de tu visita, con su inolvidable timbre de voz  educado para llegar hasta los tímpanos más oxidados.  Dos kilómetros en los que las abejas zumbaban cerca de tus oídos, en los que el personaje de adelante podría detenerse sin aviso previo en cualquier momento mientras el de atrás podría “acercar” su mano a cualquier parte de tu cuerpo o tu bolsa. Era el camino perfecto de la penitencia, en donde pagabas por todos tus pecados y así  podrías llegar limpio y puro a la iglesita, y ahora sí, ponerte a bailar con gracia y purificarte al máximo.

Sí, bailamos un rap, sí, recibimos el agua bendita, y no, no compramos ni tortas, ni esculturas chinas de la virgen ni palanquetas al 2×1.

Que conste en las actas que ya fui a Chalma y que  mi manda está cumplida, incluso antes de jurarla.

 

¿Ya ven?  El aislamiento definitivamente no es lo peor que puede pasarnos.  ¡A disfrutar de nuestro espacio vital!

Rosa María Quesada

Columna

Pedagoga mexicana interesada en la literatura como forma de crecimiento.

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