Está del cocól

Está del cocól

28 abril, 2020 Desactivado Por Rogelio Castro-Hernandez

No es nuestra primera vez. A lo largo de la historia, México ha enfrentado una lista de epidemias que no es pequeña, y que ha dejado recuerdos peores de los que quisiéramos.

Vamos a echar un ojo al muy lejano 1519: los llamados conquistadores españoles (si bien España no existía aun como país) trajeron consigo la viruela. La basta y variada herbolaria prehispánica no conocía tal enfermedad; tampoco conocían el remedio. Para 1520 esta primera epidemia importada se había llevado a un número impreciso pero grande de habitantes nativos: algunos historiadores hablan de entre dos y tres millones de muertos, incluido el emperador mexica Cuitláhuac, quien terminó sus días contagiado de viruela en noviembre de ese año.

 Para 1531, los habitantes de la Nueva España (fundada como tal en 1522, un año después de la epidemia de viruela) conocieron el sarampión. Más muertos por un mal nuevo y desconocido.

En 1538 otro virus hispano hace su aparición: la varicela; menos mortal que el sarampión, pero no por ello de mejores recuerdos entre los antiguos mexicanos.

En 1545 la peste (en sus cuatro manifestaciones: septicémica, bubónica, hemorrágica y neumónica) llega a la Nueva España. Otra enorme cuota de muerte.

Durante 1550 hubo también una epidemia de paperas, con resultados menos fúnebres, pero epidemia al fin.

La peor, sin duda (o al menos eso se pensaba hasta hace unos meses) ocurrió en 1576. Una enorme, descomunal cantidad de novohispanos dejaron este mundo a causa del cocoliztli, una enfermedad hasta ahora indefinida que atacaba principalmente a los indígenas, causando muertes al por mayor. En sus crónicas, Bernardino de Sahagún escribió: “… tan solo en Tlatelolco morían diariamente 10, 20, 30, 40 y hasta 80 gentes y de aquí en adelante no sé lo que será de esta pestilencia”.

Otros cronistas españoles describen el padecimiento como algo terrible: “las fiebres eran contagiosas, abrasadoras y continuas, más todas pestilentes y, en gran parte letales. La lengua seca y negra. Sed intensa, orinas de color verde marino, verde (vegetal) y negro, más de cuando en cuando pasando de la coloración verdosa a la pálida. Pulsos frecuentes y rápidos, más pequeños y débiles; de vez en cuando hasta nulos (…) Los ojos y todo el cuerpo amarillo. Seguía delirio y convulsión, postemas detrás de una o ambas orejas, y tumor duro y doloroso, dolor de corazón, pecho y vientre, temblor y gran angustia y disenterías”.

Las cosas se pusieron realmente feas con la rara enfermedad novohispana; con la tendencia tan mexicana a deformar y reinventar las palabras, surgió una definición popular muy útil para describir situaciones de crisis que nos rebasan, cuyo origen no muchos conocen: “la cosa está del cocol” (por cocoliztli, obviamente).

Sin saber a ciencia cierta – aún en nuestros días – prácticamente nada del virus que lo causó, si sabemos que el cocoliztli se llevó al otro mundo a más de dos millones de personas en la Nueva España siendo, por mucho, el más duro ejemplo de epidemias en estas tierras. El Santo Oficio decía que el nuevo Dios estaba castigando a los indios por su pasado hereje.

Para 1595, el sarampión tuvo un nuevo brote coincidiendo con una terrible hambruna en el territorio novohispano. Más muertos.

135 años más tarde (1730), un brote tremendo de algo llamado matlazáhuatl (al parecer, era tifus – peste – o cierta forma de hepatitis) azotó (y asoló) principalmente a los estados de Puebla, Tlaxcala y la Ciudad de México.

Como remate a las epidemias novohispanas, en 1779, sin previo aviso y de una forma muy agresiva, la viruela regresa por más víctimas y se propaga rápidamente por la capital de la Nueva España. En tres meses mueren 18,000 personas. Las autoridades se limitan a proveer mantas y camas de madera en los hospicios. Para noviembre de ese año el número de muertes es tan elevado que por la mañana y por la tarde, un carretón hace un triste recorrido por las calles empedradas de la ciudad, guiado por un pregonero que da voces: “saquen los muertooos… saquen los muertooos”. Terminada su macabra recolección, por orden del virrey, lleva los cadáveres a sepultar a las afueras de la ciudad para disminuir la propagación. Con el mismo objetivo, ordena también que la población permanezca en sus casas. Unos obedecen, otros no. Muchos salen a encontrar el sustento. O la muerte (vaya coincidencias, ¿no?). Un científico de origen francés propone al virrey la aplicación de “un preventivo muy útil para la viruela”: la inoculación, que consiste en trasplantar supuraciones de personas enfermas en la piel de personas sanas para así “provocar una infección benigna”. Si: ¡el mismo principio científico de las vacunas, desarrolladas 17 años más tarde! En 1795, el francés es aprehendido por la Inquisición por leer libros de Voltaire. Muere en la cárcel y es quemado en estatua por “hereje formal con visos de ateísta, y por lanzar máximas encaminadas a seducir y a contaminar”.

Ya en el siglo XX, llega en 1918 la influenza española, que crece desmedidamente y se lleva, en dos años, más de 7,000 mexicanos. Ya con la medicina notablemente adelantada, apareció en el país otro mal que minó la existencia de miles: la poliomielitis. Si bien existía desde antes en México, en 1946 se manifestó en 248 casos simultáneos. Sin la capacidad o la organización para detener la enfermedad (¿les suena esto?), la polio ganó tuvo tiempo para ganar terreno. Solo en 1956 con diez años de desventaja, se registraron 1,824 casos. Los que sobrevivieron pasaron el resto de sus vidas con duras secuelas. Otras pandemias, registradas en 1959, 1957 y 1967 fueron más gentiles con México.

En tiempos mucho más cercanos, la influenza H1N1 llegó a tierra mexicana para quedarse y reaparecer cada temporada invernal. Entre 2009 y 2010 esta pandemia cobró la vida de 1,172 mexicanos. Descoordinación, desorganización, desinformación y caos fueron las marcas de aquello. ¿Les suena, otra vez?

Ese es nuestro currículo nacional en lo que a epidemias y pandemias respecta.

El cocoliztli se lleva las palmas. Hasta ahora. ¿Tendrían en aquellos días un carismático encargado de informar a la población? ¿el virrey les sugeriría no cuidarse? ¿a la gente le importaría un bledo la prevención? Probablemente. Pero a ciencia cierta no lo sabemos. Y como no lo sabemos, estamos condenados a repetirlo.

Si: la cosa está del cocol.

Rogelio

Rogelio Castro-Hernández

Columna

Rogelio es colaborador de NPI desde su fundación hace en 2015. Participa en el Podcast de manera regular y nos comparte su columna todos los lunes.

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