De mis próximos fines del mundo

De mis próximos fines del mundo

Un post que me dejó pensando es el que decía “De todos los fines del mundo que he vivido, éste es el más fin del mundo de todos”.

Y sí. Sí he vivido más fines del mundo, sí es el más fin del mundo de todos y sí, habrá otros.

Hoy les comparto algunos de mis anteriores fines del mundo.

Un día me despertó la explosión de una bomba.  La casa tembló, la pared de la casa de en frente se enrojeció.  Un gran hongo de humo tipo Hiroshima se alzó sobre nuestras cabezas. Mi hermana y yo bajamos rápidamente de nuestra recámara para saber qué sucedía.  Mis papás tampoco pudieron darnos razón.  Prendimos la tele, como que algo decían, pero nada claro.  Y no dejábamos de ver al firmamento.  Allá, a lo lejos, en el cerro, vimos gente correr envuelta en sarapes, en una larga peregrinación. Mi tía habló para decirnos que los gasoductos de Pemex estaban explotando.

 -Rosi, ¿los gasoductos pasan por tu casa?, le preguntó a mi mamá.

-Creo que sí.

-Vénganse, vénganse en este instante. Dejen todo y vénganse.

Y así, tal como estábamos, nos fuimos de refugiados a casa de mi tía.  Mi hermano, que ahora produce esta página, tenía cinco años y los ojos como platos.

Dormimos ahí esa noche, las aguas bajaron, y volvimos a nuestro hogar.  Sí, tuve miedo, pero seguro que mis padres, entendiendo lo peligroso de la situación, tuvieron mucho más. Para mí, fue una prueba superada, pero para los vecinos de la Colonia San Juanico, junto a las gaseras, fue un infierno, con verdaderas bolas de fuego corriendo por sus calles, destruyendo sus casas.  Un mini- fin del mundo muy, muy real, a un cerro de distancia.

Personalmente, he tenido dos fines del mundo. Cuando mi entonces esposo me dijo que “no era yo, era él”, pero que no podía seguir encarcelado en nuestro hogar y que se iba a buscar a sí mismo. Me regresó el anillo de bodas, se llevó los cuentos completos de Cortázar- asunto que todavía no me deja de doler- les dijo adiós a sus hijas y se fue sin volver la vista atrás.

El segundo, cuando mi mamá me dijo que llevara a mi hija a revisar porque seguro algo tenía, ¿cómo era posible que a los dos años todavía no caminara y hablara lo mínimo?  El doctor me dijo que tenía que ir a hacerle una tomografía.  Un día que mi esposo estaba de viaje, tomé a mi hija  a la que no había dejado dormir toda la noche porque tenía que quedarse quieta adentro del aparato- y teniendo dos años eso solo lo podía lograr dormida- y me fui al laboratorio.  Cuando el radiólogo me dio los resultados le supliqué que me dijera qué tenía.  No quería decirme porque eso es cuestión del médico, pero yo le dije que no me iba hasta saber.  “Bueno”, me dijo, “su hija tiene atrofia cerebral”.  No supe qué decir.  Tomé mis resultados y salí a la calle. Una calle nublada, solitaria, con vientos helados y mi hija sonriéndome desde su carreola.

A esos dos fines del mundo también he sobrevivido. Soy una feliz, feliz soltera y mi hija ha sido aceptada en la UNAM  para estudiar filosofía.

 

Y los otros dos de los que les voy a contar son mucho más choteados:  los temblores.  Todo chilango que se respete sabe de temblores.  Hemos jugado con ellos, los hemos saboreados, contenido la adrenalina ante cada vaivén, sufrido cuando una lámpara se mueve si todas las ventanas están cerradas, cuidado que no haya nada que se interponga entre nosotros y la puerta de salida por si acaso.

Yo he vivido los dos “19 de septiembres”, y me he prometido a mí misma que cada día como ésos saldré de la ciudad, aunque sea a la Peña de Bernal, pero no me encontrará otra vez aquí, lo prometo una vez más.  En el primero sufrí el sufrimiento de los demás.  Yo en realidad, todo lo que vi y sentí fue la toalla colgada en mi baño moverse de manera extraña.  Mi camino a la escuela fue normal, solo que al llegar nos regresaron.  De ahí en adelante no volví a salir en muchas semanas. (ah, bueno, sí sufrí con una réplica del temblor en la que mis papás no estaban).  Después, sufrí por las niñas a las que les compartimos escuela porque la suya estaba dañada, y más bien “gocé” masoquistamente las historias de mis conocidos que sí vieron, que sí sintieron, que sí perdieron a alguien, que sí rescataron de los escombros a desconocidos.

Pero este segundo, la vi cerca. Viviendo en la Roma, el epicentro del apocalipsis me rozó el brazo. A mi hija, la misma próxima filósofa, la arrastraron a ayudar al edificio a dos cuadras de distancia que se había caído. Escuchó a los familiares gritarles a sus esposos aprisionados.  ¡Esa imagen la perseguirá siempre!  Saltar socavones en tu propia colonia, analizar con lupa las grietas de tus paredes, sobresaltarte con el más mínimo movimiento de los cables, dormir con un silbato colgando por si te agarra a media noche, saber que tu abuela salió ilesa del derrumbe de su edificio vecino: el fin del mundo.  Pero vencimos. Con el puño en alto, con cubrebocas, también cubrebocas entonces, con un miedo que me calaba hasta los huesos, sobreviví al trauma de ver edificios quebrados en frente, adelante, atrás, a la izquierda, porque también vi ríos de gente con palas, con cuerdas, con las caras empanizadas retar al monstruo, mirándolo directamente a los ojos. 

Y total, que aquí sigo, en la misma colonia Roma, con mi mochila de temblores lista para la próxima. A propósito, le tengo que cambiar la botella de agua.

Rosa María Quesada

Columna

Pedagoga mexicana interesada en la literatura como forma de crecimiento.

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